sábado, 22 de abril de 2006

La anécdota de la estación

Por estas fechas el mes pasado, como todos los miércoles al mediodía iba de vuelta a casa, solo que ese día fue de esos pesados y estresantes. Tenía que entregar un trabajo junto con un compañero de clase, y como no podíamos ser menos los últimos retoques para el final, corregir, plotear, en fin, para que nos vamos a engañar, acabar. El caso es que nos llevamos la mañana en la escuela trabajando a toda maquina para poder entregarlo por la tarde, pero venía la hora de comer, y ahí no hay trabajo que valga. Así que me fui a casa, ya que tengo mu revenidos los menús del campus.

En esta ocasión me acercó el compa del que os he hablado a la estación de cercanías, así que llegue inusualmente pronto, una de cada tres me pego los cien metros lisos. Y para un día que llego pronto, dije yo, vamos a esperar el tren en un banco. El caso es que como era hora punta a la estación empezaban a llegar estudiantes, currantes y demás, así que no quedaba mucho sitio donde posarse. Pero allí a lo lejos, casi al final del anden, un banco rojo, acababa de pasar un cercanías y se había quedado prácticamente libre. Allí sola, una jovencita, y ya más cerca, veo también una bolsa a su lado. Y a esto que estoy a tres pasos de dicho banco, la muchacha se levanta, mejor pa mí digo yo, pero deja allí su bolsa y acercándose me dice con una risa nerviosa, yo que tú no te sentabas ahí.

De decírmelo un tipejo de dos metros por uno de espalda, pues mira, me asusto, pero que te lo diga una jovencita, pues te da risa y más con aquella cara desencajá, tendríais que haberla visto. El caso que me espero a que se explique y me cuenta con la misma mueca nerviosa que la bolsa que está sobre el banco, que venía a ser del tamaño de una caja de zapatos, no es suya sino que alguien la ha dejado ahí, insinuando lo que todos estáis pensando. Entre tanto se sigue apartando de allí y yo en la vicitud de descansar el pandero junto a la bolsa misteriosa o acabar por pedir que se explique. Al final, si por sentido común o ganas de jugar a McGiber, no lo sé, sigo a la muchacha, y a lo que ella cree una distancia prudencial me explica que una mujer con vestimenta árabe, que llevaba un carrito, depositó allí aquella bolsa dejándola al subir al tren que acababa de marchar cuando yo llegué.

El caso es que la chiquilla seguía con la dichosa risita, lo cual a cualquiera le hace dudar. Y habría dado por hecho que se estaba quedando conmigo si no fuera porque era jovencilla y por la impresión que transmitía muy cortada, por que parecía totalmente impropio una broma de tan mal gusto. Así que por último le dije que debía de avisar al segurata de la estación, pero no tenía intención, decía que le daba vergüenza. Para que os hagáis una idea hasta donde pueden llegar los complejos. Os imagináis, titular de un periódico… Mueren tropecientas personas por culpa de la vergüenza. Una herida afirma que lo sospechaba pero le daba vergüenza que hiciera poom.

Pero por un lado me alegré, estaba deseando llegar a casa y comer, y no me gustaba para nada la idea de que evacuasen la estación por una niña con mucha imaginación. Aun recuerdo aquel día en el cole cuando anularon las clases por el simple hecho de una broma telefónica anunciando la colocación de una bomba, entonces si que me alegré. En cambio ahora, por otro lado no quería ser yo el que saliese en los titulares… Un atentado siega la vida a decenas de trabajadores porque a un joven no quería que se le enfriase la comida.

Vamos que al final tuve que llamar yo a seguridad. En aquel instante el segurata estaba en el andén de enfrente, el cual estaba casi tan lleno o más que el mío. Así que os podéis hacer una imagen, yo, haciéndole señas con las manos a un tipo con uniforme que no me hacía ni pizca caso, mientras todos me miraban como movía los brazos. Finalmente herido en mi orgullo, me decido ir a buscarlo y de camino, claro, voy pensando que decirle. El caso es que me llego al guarda, y yo, tan diplomático como de costumbre,… Perdone, una chiquilla dice que… claro, la risa se la arranqué, pero creo que quedó bastante claro que la idea no era mía. El caso es que no sé si fue la forma de contárselo o que los sevillanos semos así, pero el tipo ni corto ni perezoso va para allá con su risita burlona. Y a eso que nos cruzamos con la muchacha y la señalo como ruin Adán que llevo por dentro, ¡esa es!

La hora de la verdad, enfrente al banco, junto a la bolsa misteriosa y yo que hago aquí me pregunto, por mi parte ya he cumplido. Pero ya que estamos, veamos que hace este hombre. Por supuesto la muchacha está lejos. Así que miro al guarda que observa la bolsa, y yo que me creía con complejo de McGiber, va el tío ni corto ni perezoso y se pone a manosear la bolsa, mete la mano y… ¡ZAS! son pasteles, ya tenemos merienda para esta tarde, dice el mu gachon. Y encima cachondeito.

¿Moraleja? Pues no sé, digo yo que alguna tendrá, solo que aún no se me ha ocurrido.

Se me olvidaba, cuando la chiquilla nos preguntó al vernos con la bolsa en la mano se me ocurrió un comentario, era algo así como… No pasa nada, aunque la bolsa es mortal, pero para los diabéticos. Ja! pa cachondo yo, vaya ratillo me hizo pasar.

Un saludo :)).