sábado, 23 de septiembre de 2006

Aviso a Navegantes

Cuando alguien se plantee reflexionar sobre cierto aspecto o valor de la vida por norma general será porque el susodicho le debe inquietar, fallar o faltar, si no es que todo a la vez. Por contra, sobre aquello que imaginemos que funciona, izaremos velas y nos dejaremos llevar por la corriente. No obstante no hay nada más agradable que eso, ya sea sobre un flotador a la orilla del mar, o por el ritmo de una melodía, pero para cuestiones menos triviales, también será “agradable” dejarse llevar por los sentimientos, en un debate, en una riña e incluso en el deseo; ahora bien, como toda marcha a la deriva conllevará un peligro oculto.

Caer en medio de una tempestad, encallar en una ensenada, o rebasar el ecuador para perderse por las estrellas del otro hemisferio son los peligros derivados de la dejadez del navegante y las traicioneras aguas de la vida.

Tan siquiera la madurez o experiencia que aportan los años de continuas travesías le inhibirán al navegante de los peligros de la vida, antes pudiera ser que lo acentuaran debido a un exceso de confianza. Y es que es contraproducente confiar en la confianza depositada en uno mismo. Porque de la misma manera que nada se puede apoyar sobre sí mismo, sino que necesita de un cuerpo ajeno con el que reaccionar, así el hombre que deposite en sí su confianza con cada error que cometa tan solo imprimirá energía al movimiento o corriente original que lo arrastra desde entonces en la inercia del sin sentido, la sin meta y la sin esperanza.

¡Aviso a navegantes! Ciertamente si se deja llevar por la corriente complaciente de la mar, que se alegre, ya que ello no requiere trajinar con los aparejos de la nave, ni atender a las señales de la mar, como el viento, el cielo y las olas. Pero tenga presente que no sabrá a donde va y que amargas sorpresas de la mar le esperarán. Agrádese en su propia confianza o si sigue a algún hombre confíe en él, pero sepa que por tanta incompetencia gran desastre le sobrevendrá, pues Dios a buen puerto no le traerá. Por tanto, despierte de su sueño soporífero, aligere la nave, deshágase del peso que estorba, y sujete desde ya el timón. Arríe las velas y enfréntese a la mar, porque aquellos agradables, pero fugaces momentos, no compensan este perpetuo sufrimiento. Ahora pues, busque a Dios, busca la estela de su barca antes que venga tal densa niebla que pierda el ánimo de investigar. Deja que te ice hasta su cubierta, que te haga un competente marinero y empieza a disfrutar del arte de navegar, por la mar, por la vida.

Un saludo a los reflexivos, y tb a los irreflexivos porque dejan de serlo en el momento en que piensan que lo son.