domingo, 6 de enero de 2008

Las tres cosas más difíciles

Benjamin Franklin debió ser uno de esos tipos a los que les gusta compilar en pocas palabras algo profundo y cierto; que no verdad, por cuanto no tiene porque ser exacto. Y es que los dogmas humanos, sean de quienes sean, siempre son subjetivos; es decir, basados en las experiencias personales del individuo. Por tanto carentes de la condición necesaria y suficiente que conforman la Verdad, que no es otra que el cumplimiento indiscriminado; es decir, pese a nuestras lecturas, interpretaciones, condiciones, circunstancias y puntos de vista.

Pues bien, Benjamin Franklin tenía una frase con la cual puede que no todo el mundo se sienta identificado, y de ahí la introducción, y que decía: “Las tres cosas más difíciles de esta vida son: guardar un secreto, perdonar un agravio y aprovechar el tiempo”

Si B.F. estaba siendo totalmente sincero en el momento en que dijo ésta frase, ella nos habla de cuáles eran sus debilidades. Es decir, las condiciones de su ser que le hacían especialmente frágil frente al chismorreo, el orgullo y la inclinación a permanecer ocioso.


En este caso, es evidente, que la cobardía, o el miedo al qué dirán, no era una de sus flaquezas, antes debía ser todo un valiente o lo suficiente mayor como para no importarle ya lo que pudieran pensar de él. Más teniendo en cuenta que era un hombre dedicado a la política.

Pero la cuestión no son las tres cosas más difíciles en la vida de este hombre, sino las tres cosas más difíciles de nuestras vidas. Pero yo ni tan siquiera me las había planteado seriamente y la verdad, ahora que me pongo a pensar en ello, no sé… tengo tantas entre las que elegir que me cuesta decidir. Bueno, estoy seguro que aprovechar el tiempo es una de ellas. Hablo en general, porque tan siquiera sé si por ejemplo escribir esto es una prolongación de mi ocio, y si así fuera y además es una pérdida de tiempo el problema sería más serio de lo que pensaba.

En este estudio, si pudiera llamarse así, tendría mucha importancia la empatía, que es la capacidad de identificarse con otro sujeto, o algo que ver con esto. Y es que probablemente en el caso de saber identificar en nuestros congéneres las debilidades que sufrimos de la misma o distinta forma, nuestras miserias, las consecuencia de nuestras debilidades, dejarían de parecernos tan miserables y vergonzosas, al menos desde un punto de vista egoísta. Porque evidentemente no por ello dejarán nunca de ser miserias, porque en este caso las miserias del hombre, lo que la Biblia llama nuestros errores o pecados, son un hecho indistintamente de nuestras lecturas, interpretaciones, condiciones, circunstancias y puntos de vista.

Debiera aclarar que Dios no es cruel por recordarnos esto. Ante todo es como el amigo que quiere lo mejor para nuestras vidas y por ello nos advierte de dónde y por qué tropezamos. No para lastimarnos, sino precisamente porque no quiere que nos hagamos daño, ni a nosotros, ni a quienes nos rodean. Y todo ello sin importarle por otro lado que le hagamos daño a Él.

¿Sabéis? Si las debilidades son verdad, que lo son, no debiera darnos tanta vergüenza reconocerlas y tan siquiera aceptarlas. No por cuanto todos las compartimos de una u otra forma, sino porque son verdad, una parte inherente de nuestra persona. Una parte pese a la cual Dios decidió amarnos aun cuando no la compartía. He hizo lo que de verdad se llama empatía, identificarse con nosotros aún más allá de lo mental y emocional hacerse hombre y ser experimentado en todo como nosotros, pero sin pecado, para tener misericordia y que su misericordia fuera efectiva, porque el ama al pecador, que no al pecado. Por eso nos dice: “bástate mi gracia, porque mi poder ser perfecciona en la debilidad.” Y por la misma lógica, y con esto concluímos, si queremos experimentar su gracia hemos de reconocer nuestras debilidades así como nuestros errores.


viernes, 4 de enero de 2008

Tres noches en Berlín

Si te ofrecieran hacer un viaje a alguna ciudad europea, ¿cuál escogerías? Pues bien, más o menos, ésta fue la ocasión que se me presentó a finales del verano pasado y mi respuesta, no la única, fue Berlín.

También propuse el país alpino, Suiza. Si bien, mi tía, a quien acompañaría en este viaje, prefirió el primero, alegando que Suiza era demasiado perfecta como para luego tener que volver a nuestra desastrosa, aunque querida, capital hispalense. En fin, la próxima vez será, eso sí, en verano.

Bueno, antes de nada, no sé quien acompañaba a quien, si mi tía a mí o yo a mi tía, por aquello de que fue uno el que organizó la visita que un día de estos detallaré. Lo que sí está claro es quien puso la manteca, jeje... y ese sí que no fui yo. Dank tita!

La verdad, creo que para alguien como yo, que como quien dice, lo más lejos que había ido hasta ahora era a la panadería que está a la vuelta de la esquina, tampoco me costó demasiado trabajo desenvolverme por la capital teutona. Lo cierto es que el Señor nos guardó y no permitió ningún percance. También es verdad que visto el funcionamiento de una ciudad europea, vistas todas. Eso y que prácticamente memoricé el plano del centro por medio del google earth. De modo que siempre tuve una ligera sensación haber pasado ya por allí, y no me refiero al clásico "déjà-vu".

Tan sólo en una ocasión me sentí algo desorientado y eso fue cuando desembarcamos en el aeropuerto de Tegel, en Berlín. Ahí, mi tia, más ducha en pasear por terminales nos sacó del apuro y también ahí, por primera vez, hice uso de mi inglés, o debería decir de mis gestos. La verdad, no sabía que lo tenía tan oxidado hasta que llegué allí. Una cosa muy distinta es escribirlo y otra hablarlo. Si bien con paciencia al final nos acabábamos entendiendo, y así conseguí mi primer mapa del servicio de transporte urbano de la ciudad.

Arrivamos

Jeje, entender el mapa, al contrario de lo que pensé, iba a ser un pelín más complicado. Las líneas de Metro, Cercanía y Tranvía aparecían perfectamente detalladas. Otro cantar eran las líneas de autobuses, muy mal reflejadas. Precisamente lo que entonces necesitábamos para llegar a la ciudad. El caso es que tras un breve debate con mi tía sobre qué línea de Bus coger, ni corta ni perezosa la solución que se le ocurrió no fue otra que preguntarle a alguien que hablara español. Jaja, la solución me daba risa, como si los españoles que habían llegado con nosotros no estuvieran en una situación parecida. Pues no, providencialmente nos cruzamos en la parada con dos muchachas hablando en español. La una venía a despedir a la otra. La primera se trataba de una argentina que pese haber vivido algunos años en Alemania no había perdido su inconfundible acento, así que no nos atrevimos a preguntar (aunque ahora que lo pienso igual era uruguaya). Si esto fuera poco, tenía que coger el mismo autobus que nosotros y durante el trayecto nos explicó como desenvolvernos con las líneas de Cercanía que nos dejarían junto a nuestro Hotel. Sabios consejos, porque en los próximos días volveríamos a usar el tren.

En resumidas cuentas, se trataba de coger en Tegel el autobus X9, bajarse en Zoologischer Garten y en la estación de dicho lugar dirigirse a los andenes señalados con la letra S (coloreada en blanco sobre fondo circular verde), lo cual venía a ser la C blanca y roja de nuestros cercanías. Una vez allí sólo era cuestión de escoger el andén correcto y esperar el tren.

La primera sorpresa fue ver como los trenes pasaban cada cinco o siete minutos, y comprobar, tras estrenar por vez primera mi alemán: -Friedrichstrafe? (el nombre de la calle de nuestro hotel) que el estado de los vagones no era mucho mejor que los de aquí.

Curiosidades

No fue la única sorpresa que me depararía el viaje. Fue grato averiguar que la fama de secos y ásperos de los alemanes no les hacía honor, al contrario, me resultaron bastante agradables. Por otro lado, fue curioso observar la cantidad de semáforos y señales de tráfico de las que carecía el centro de la ciudad, e imagino que el resto. Eso sí, el tráfico en el centro estaba restringido y el transporte urbano era excelente. Pero no por eso dejaba de ser inquietante ver como tenías que cruzar una calle lo suficiente ancha como para requerirlo y no había ni un Paso de Cebra cerca. Corrijo, allí no se les podía llamar Paso de Cebra porque precisamente no estaban señalados con las clásicas rayas blancas sobre el asfalto. Tampoco me acabé de acostumbrar a que no existiese la señal verde intermitente para peatones. Del verde pasaba directamente al rojo. Jeje, esto te llevaba algún susto si no te andabas con ojo.

Arquitectónicamente me sorprendió el buen aspecto de las edificaciones, fuera aparte de los edificios históricos (los pocos que quedaron en pie tras la Batalla de Berlin). Tenía la sensación de que ninguno de ellos debía tener más de 10 o 20 años. Luego me encantó ver como armonizaba el estilo clásico de algunos edificios con otros más modernos y de líneas más sobrias.

Por otra parte me dejó estupefacto las señales que la guerra había dejado en los edificios que llegaron a sobrevivir a ésta. Prácticamente uno podía saber si ese edificio era histórico o una imitación clasicista en base a si tenía o no señales de haber recibido impactos de balas y obuses. También fue impresionante ver agujereadas por balas las esculturas del parque y las que estaban alrededor del monumento a la Victoria. Así como la iglesia junto a Zoologischer Garten que permanece en el mismo estado en el que quedó tras la guerra. Fijándote en ella, por un momento, podías viajar en el tiempo.

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