lunes, 25 de febrero de 2008

Cambia de perspectiva

Con la pizarra a sus espaldas apoya un pie en la silla, luego otro sobre su escritorio y enderezándose se dirige hacia sus pupilos:
Capitán: ¿Por qué he subido aquí? ¿Quién lo sabe?
Nuwanda: Para sentirse más alto.
Capitán: ¡No!
Ring (el Capitán toca un timbre)
Capitán: Pero gracias por concursar.
Risas
Capitán: Me he subido a mi mesa, para recordarme que debemos mirar constantemente las cosas de un modo diferente.
Silencio
Capitán: El mundo se ve distinto desde aquí arriba. Si no me creen vengan a comprobarlo. Venga. Vamos.
Ruido de zapatos (los alumnos dejan sus pupitres y pasan adelante para subirse uno tras otro a la mesa).
Capitán: Cuándo ustedes crean que saben algo deben mirarlo de un modo distinto, aunque pueda parecer tonto o equivocado,…

Ya casi ni recuerdo la última vez en que me subí de verdad a una mesa, pero… ¿y cuándo fue la última vez que me subí a una mesa? Probablemente la última vez que me sentí como un niño. La última vez que me sentí con la absoluta libertad de destacar mi visión por encima de lo corriente y así, mirar de un modo distinto las cosas sin la desconfianza que produce, precisamente, el hecho de aventurarse a hacer el ridículo

La virtud de un niño, a mi modo de ver las cosas, comienza con su capacidad de simplificar lo grandioso y engrandecer la simpleza. Ésta cualidad lo convierte en un ser humilde, porque ante lo majestuoso responde con llaneza y frente a la simpleza inquiere con asombro.

La inocencia más graciosa que cambia el nombre de las cosas, es ese brillo que te vuelve un niño, es ese brillo que te quita el frío. Este extracto de la letra de una canción de uno de mis grupos favoritos del pop español, Los Secretos, titulada: Volver a ser un niño, en mi opinión, refleja bien la magnificencia de dicha cualidad. En efecto es el requerimiento indispensable que nos hace como niños, y que alcanza a cambiar el nombre de las cosas, o lo que es lo mismo a mirarlo todo de un modo distinto.

La inocencia no tiene porqué entenderse como una merma en el desarrollo de la personalidad. Cuando a la madurez le acompaña la inocencia, porque no creo que sean términos necesariamente contradictorios, entonces no hablamos de ingenuidad, sino del conocimiento certero de nuestras limitaciones.

Claro que no hablo de las inseguridades. De hecho me atrevería a decir que no hay persona más segura, ¿o debiera decir valiente?, que la que sabe cuáles son sus limitaciones. Porque a la postre no hay nada más incisivo que la aguda opinión de uno sobre sí mismo. Y a ese respecto, la autocrítica sería la última frontera frente a la inseguridad.

- Un amigo ha escrito la siguiente frase en el Messenger (espero que no tenga copyright, jeje): “De pequeño me enseñaron a querer ser mayor, de mayor voy a jugar a ser niño.

Durante la niñez se forma el carácter. Nos enseñan a confiar en uno mismo y por ende a desconfiar del prójimo. Si bien, tampoco es del todo cierto esto último, porque más allá de los desconocidos no nos enseñaron a desconfiar del prójimo. Entonces ¿por qué desconfiamos aún de los conocidos? La respuesta a esta pregunta es lo que Carl Sagan llamaría La carga del escepticismo.

En otras circunstancias las posibilidades de coincidir con este hombre serían remotas, pero a este respecto, estoy al menos de acuerdo en dos de las puntualizaciones a las que hacía referencia en su ensayo sobre el escepticismo. La primera es que cierta dosis de escepticismo siempre es saludable y la segunda, que la sociedad actual sufre una profunda crisis de juicio crítico saludable.

De acuerdo con el DRAE el escepticismo, es la desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo. Así pues, como reacción, el escepticismo es algo totalmente natural. El problema es cuando lo convertimos en nuestra filosofía de vida (afirmar que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla). Dicho de otra manera, nunca deberíamos dejarnos dominar por el escepticismo, por muy duro que nos haya golpeado la vida. Al contrario, nosotros hemos de dominarlo, porque hemos de aprovecharnos de él para averiguar si tal decisión es la correcta, si dicha compra es de calidad o hasta qué punto es de confianza tal persona, entre otros muchos ejemplos.

Cuando afirmamos que nuestra sociedad sufre una crisis de juicio crítico, resulta evidente que no nos referimos a opiniones sobre el modelo del nuevo coche del vecino o del escándalo del famoso de turno aparecido en la prensa rosa, no. Eso hasta sobra. Hablamos de que las personas han relegado a un último lugar su interés por inquirir cuánto de verdad hay en lo que escuchan. La televisión, la radio, la prensa, tal vez por este orden, se han convertido en el oráculo de la verdad, y ahora como quien dice: lo que la tele dice va a misa.

El grado de verosimilitud ya no lo juzgamos en función de la cantidad de evidencias, y de la calidad de estas, no. Ahora todo se evalúa de acuerdo al nivel de complejidad de la puesta en escena, el nombre de la corporación y de la voz de ésta y de los medios. Dicho de otro modo, si es bonito y suena bien debe ser verdad. En resumidas cuentas nuestro escepticismo ha sido burlado. Porque si bien hay algo innato en el ser humano que le motiva a desconfiar de un rostro, no existe nada parecido que le produzca la misma sensación si es dicho por una gran corporación. Al menos en estos tiempos.

Como decíamos, el hombre es escéptico por naturaleza. Un hombre dudará de cualquier otro hombre hoy, mañana y siempre. Siempre y cuando ese hombre no sea él mismo. Y esto, amigos, es uno de los mayores desastres de la sociedad moderna. Porque sin quererlo o no, no sólo estamos depositando fe en nosotros mismos, sino en todo el género humano (humanismo). De manera que (sin quererlo o no), estamos creando vínculos con corporaciones, nacionalidades, partidos políticos, religiones, filosofías, equipos de deporte, hacia los cuales ligamos nuestra suerte. De manera que su victoria es nuestra victoria; y su derrota, nuestra derrota; pero contad de alcanzar lo primero, si es necesario, sacrificamos la verdad, sin caer en la cuenta que no nos burlamos de nadie, sino sólo de nosotros mismos.

Entonces, cuan estimulante es, y necesario, cambiar de perspectiva.

Hoy salí a correr, y al contrario que en las demás ocasiones en las que suelo pensar en cuestiones personales, sólo me concentré en la respiración y en alcanzar una meta mejor. Aquella esquina, y cuando llegaba aquella esquina, me retaba con la siguiente. Para cuando me di cuenta, había logrado mí mejor y más larga carrera, pese a llevar un tiempo descuidado.

Lo que quiero transmitir con esto es la misma idea que venimos enfatizando: debemos cambiar de perspectiva continuamente. Porque pudiera ser que nos acomodemos a ver las cosas de cierta forma y llegue al punto que dicha forma, nuestra forma, nos parezca la mejor. Pero no, no debe ser así, antes hemos de buscar primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas serán añadidas. Además, entre tanto no hemos de ocultar nuestra naturaleza, sino que siendo sinceros, reconozcamos nuestro pecado. Porque si de alguien no nos hemos de fiar, para empezar es de nosotros mismos. Y por tanto corramos no como habiéndolo alcanzado ya; pero una cosa hagamos: olvidando lo que queda atrás y extendiéndonos a lo que está delante, prosigamos hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Y vayamos con nuestra fe, por muy sencilla u escéptica que sea, ya fuere como la de aquel padre que tenía su hijo enfermo y al cual Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad. Y cuando Jesús vio que la multitud se agolpaba, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él. Y así teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.

viernes, 22 de febrero de 2008

Guantes: más protección, menos sensibilidad

La siguiente reflexión pertenece a Jonatan Mira. Fue publicada en Protestante Digital el 13 de enero de 2008. Se encuentra en este enlace: pinchar aquí.

Me pongo la bufanda, luego la chaqueta, luego los guantes. Hace frío fuera. Al menos ayer tuve frío al salir a la calle. Cojo lo que necesito y salgo del piso.
Al llegar al coche e intentar coger la llave para abrir, la radio que llevo en la mano patina. Cuando la recojo del suelo veo que le falta una pieza. Se ha roto, o eso creo. Inmediatamente la localizo y la coloco en su sitio. Mientras probaba la radio dentro del coche, fui consciente de que ni siquiera había notado cómo había patinado la radio. No era la primera vez que me sucedía al coger algo con los guantes. Pero la elección pasa por protegerme del frío o poder tener sensibilidad.

Así sucede también con nuestro corazón.
A veces le ponemos un guante para protegerlo, o mejor para protegernos. Pero al mismo tiempo, perdemos sensibilidad. Pero ¿quién quiere pasar frío? No creo que nadie quiera pasar frío (decepciones, desilusiones, golpes y heridas por distintos motivos) en su corazón, pero amar, a veces, también implica sufrir. ¿Protegeré mi corazón para que no sufra, perdiendo sensibilidad? ¿o decido pasar frío, pero tener un corazón sensible a las necesidades de los demás y aún sensible a Dios? "Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida." Proverbios 4:23

Jonatan Mira es Diseñador gráfico y miembro de VTR

© J. Mira, ProtestanteDigital.com (España, 2008).