jueves, 19 de noviembre de 2009

Érase una vez...

La historia que sigue es un resumen de los primero capítulos de El médico, una novela de Noah Gordon, que si bien no he acabado desde ya os la podría sugerir si es que os gusta la novela histórica. Pero empecemos de una vez, ya que es larga, y como de verdad se cuentan las historias…

Érase una vez Rob J., un niño de apenas 9 años (al menos esa fue mi impresión mientras leía la novela, porque detalles como la edad siempre escapan a mi atención) cuando ya había perdido a su madre, y a su padre, en dicho orden. La madre, quien había fallecido después de habérsele complicado el parto del que debía ser su quinto hermano (otro número de esos que no suelo recordar), y su padre un año o dos después a causa de lo que hoy un doctor hubiera diagnosticado de neumonía, debido a las largas y duras jornadas de trabajo en el río Támesis, reparando los embarcaderos de Londres.

El pequeño Rob sufrió en sus carnes la cruel paradoja de ser pequeño siendo el mayor de digamos… seis hermanos (elemental si dijimos que el último fue su quinto hermano). Y como era costumbre en aquella época a menos que hubiera algún familiar los hijos de un trabajador de un gremio en caso de orfandad eran repartidos entre los miembros del mismo. Pero Rob por ser ya un chico “demasiado grande” no encontró ningún lugar de acogida. Y así pasó algún tiempo, mientras esperaba lo peor… tal vez ser traicioneramente vendido como esclavo.

Un buen día un señor de apariencia corpulenta llamó a la casa donde siempre había vivido, ahora vacía de mobiliario y calor humano. Aquel hombre venía a proponerle una oferta o tal vez, dudó Rob, sólo el ardid de un engaño para venderlo como esclavo. Pero pasado el susto y una vez logró espantar sus temores, accedió a la propuesta del señor Barber, como se hacía llamar. Sería por lo pronto el joven ayudante de un barbero cirujano itinerante.

Cuanto menos lo que le ofrecía aquel hombre era curioso. Pero por su apariencia nadie podía negar que le fuera bien. En su carretón rojo recorría toda Inglaterra ofreciendo sus servicios por allí y por allá. Detenía su lustroso carromato en las plazas y preparaba su escenario procurando levantar la mayor algarabía posible que atrajera a la mayor cantidad de público que hubiera. Y con su peculiar y persuasiva personalidad encandilaba con su retórica, a jóvenes y mayores, hombres y mujeres (sobre todo mujeres), mientras realizaba asombrosos juegos de presdigitación y magia para posteriormente vender la afamada “panacea universal”, que sólo en la intimidad él podía reconocer como “humo”, y tal vez tratar algún traumatismo y poco más.

En un principio el trabajo del joven aprendiz no pasaba de mozo de carga, recolector de leña y nada más. Pero ese no era el único destino que le tenía preparado Barber. Éste veía en su chico a un muchacho muy prometedor. No en vano, había tenido la suerte de tener a una madre que había sido educada en un monasterio y la misma le había enseñado historia y a leer y escribir en latín, lo cual no era muy corriente para un chico de su edad. Sin embargo el mayor desafío al que se enfrentó Rob fue aprender los juegos de presdigitación. Hacer malabares con bolas de colores.

Primero con una bola, dos, tres y hasta cuatro bolas hechas en madera. En realidad fue relativamente fácil hacer juego malabares con hasta cuatro bolas. Pero eso no tenía nada de especial para su mecenas, Barber, quien instigó al joven Rob a sumar una bola más, o de lo contrario, pese al palpable aprecio que le había cogido al muchacho, sintiéndolo mucho, tendría que despedirlo a razón que necesitaba un ayudante habilidoso que llamara la atención de su público, y esa era, a su modo de ver la medida de su ayudante, un joven que lograra bailar en el aire cinco simples bolas.

Acudió el frío invierno y como de costumbre Barber se refugió en su casa solariega en un humilde pueblo de la antigua Britania del rey Canuto (no, no es broma, aquel era su nombre real, y de real es ambivalente evidentemente). El caso era ese, el duro invierno les impedía a ambos ejercer su trabajo itinerante y por tanto ese era el plazo para Rob, el tiempo en que tardara en llegar la primavera, el espacio de tiempo que tenía para aprender a lanzar las cinco bolas, o de lo contrario como le prometió Barber lo dejaría en el puerto más cercano.

Pero pasaban las semanas y al contrario Rob no sólo no lograba hacerse con el truco sino que al contrario se sentía cada vez más torpe. A la postre las señales inequívocas de la proximidad de la primavera se sentían ya en el ambiente y aunque el frío ya no era lo agresivo que había sido días atrás los caminos aún seguían sin estar en condiciones de ser transitados. No obstante Barber y el joven mozo bajo sus órdenes comenzaban a realizar los preparativos para la salida. Aquellos fueron los peores días porque ambos respiraban la tensión del ultimátum y más cuando, después de comprobar el cirujano barbero que el chico había perdido ya toda esperanza, decidió castigarlo duramente para que no cejase en su empeño por bailar las cinco bolas. Estrictamente le golpeaba con una vara en los muslos cada vez que fracasaba, mientras le exhortaba a intentarlo una y otra vez, con el pretexto de que así tendría una razón más para superarse, pues le advertía al chico que el mismo fracaso le había arrebatado la ilusión por alcanzar el premio.

Sin embargo, después de muchos intentos y por tanto muchos golpes Barber dejó descansar al chico, ahora entre sollozos y con los muslos claramente doloridos. Aquella misma noche después de sanarle las heridas causadas por los golpes le anunció que a la mañana siguiente partirían, y como le había prometido lo dejaría en un importante puerto marinero con el fin de que pudiera buscarse la vida.

Amaneció el día siguiente y Barber le ordenó sus últimos servicios, cargar el carromato con los víveres que habían acumulado días atrás. Así Rob se dirigió al almacén y empezó a trasladar los bultos y cuando le tóco el turno a la cesta de manzanas, cogió una, dos, tres, cuatro y cinco, las lanzó al aire pero pronto dos de ellas cayeron al suelo dañándose. Sabía que si Barber se enteraba que estaba estropeando la comida así se lo haría pagar. Aún le dolían los muslos que le hacían recordar su estado de humor. De todas formas lo volvió a intentar y por un segundo allí estaba bailando las cinco bolas. Increíblemente para su sorpresa lo había conseguido pero con la misma emoción, incontrolada, perdió el equilibrio y se le volvieron a caer. Ahora lo volvería a intentar, a sabiendas que lo podía hacer pero cuando hubo lanzado otra vez las cinco manzanas rojas y empezó a bailarlas de abajo a arriba, escuchó la puerta abrirse y perdiendo la concentración se le cayó de nuevo. Entonces girándose vio al enorme Barber con los brazos levantados aproximándose hacia él, en una posición claramente amenazadora, mientras varias manzanas rodaban por el suelo. Rob se encogió y cerró los ojos esperando recibir un castigo por semejante desperdicio. Pero fue entonces cuando oyó gritar Barber: ¡Te he visto, te he visto! ¡Lo has logrado! y seguidamente estrechándolo entre sus brazos lo levantó en el aire. Aquel ultimátum nunca se cumplió y Barber se convirtió para Rob en lo más parecido a un padre, además de su maestro barbero cirujano.

Cuando leía esta historia no pude evitar en ver un comportamiento reflejo en el ser humano, así como Rob con Barber en aquel instante, el del hombre con Dios. Este cuento no sirve para sentar cátedra ni mucho menos, pero tal vez estaréis de acuerdo conmigo que los hombres, tanto varones como mujeres (hoy día hay que aclararlo), sienten fuertes impulsos a justificarse frente a Dios. A menudo es normal sentir un sentimiento de satisfacción, más grande de lo normal, ante las cosas buenas que hacemos, nuestros logros, victorias y demás; y aunque sólo sea en nuestro subconsciente estas cosas las presentamos delante de Dios como ofrendas de paz, es decir, como obras que pretenden ganarse Su favor. Esto, más o menos es fácil de discernir, pues se amolda a nuestra razón, y de hecho prácticamente es la base de todas las doctrinas religiosas humanas… y es más, quien no ha sentido alguna vez ese orgullo tan característico, o le ha oído hablar a alguien acerca de la muerte… y decir con descaro: “yo soy bueno.” Ahora, lo más extraño, y tal vez complicado de entender, es ese sentimiento de justificación frente a las cosas malas, nuestros errores y de más… no hablo del orgullo, pues eso es la ausencia de dicho término; no se justifica quien reniega de sus fallos, ni tampoco quien los defiende, pues si acaso justifica su pecado pero no a sí mismo como pecador. En fin, cuando hablamos del que se justifica frente a la pena, el error, el fracaso, hablamos de la persona que espera recibir el castigo, que se dice a sí mismo: “lo merezco.”

Para Dios ambos sentimiento son aborrecibles. Él ni busca ilustrados juristas que saquen oro de lo que la Biblia llama a nuestras mejoras obras como trapos de inmundicia, ni austeros soñadores que se arrastran por el suelo sin hacer nada salvo esperar las fatales consecuencias de sus actos.

En una ocasión Jesús dirigiéndose a una multitud, en lo que luego se conocería como el sermón del monte, hablando dijo: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?

Usando el texto como pretexto, vemos a Barber, el cual ni siquiera era el padre de Rob, y en cambio sólo desea lo mejor para el joven chico. En ese sentido cuánto más Dios, ¿verdad? A lo largo de la vida Dios usa las circunstancias que nos rodean y las consecuencias de sus percances para disciplinarnos. En definitiva para que abramos los ojos y desentaponemos los oídos, y entendamos la trascendencia de la vida, de los actos que cometemos y pueden afectar a otros, y sobre todo de nuestro destino.

Así mismo el hombre, en lo que concierne a la eternidad, no puede ser dueño de su destino ni por muy entusiasta que sea, ni por muy autocompasivo y triste que sea. Rob pasó en su pequeña experiencia por las dos etapas. Con un pequeño esfuerzo hizo bailar, una, dos, tres y hasta cuatro bolas, pero llegado las cinco y tras sus reiterados fracasos cedió a la autocompasión y la aceptación de la derrota. Se hizo necesaria la intervención de Barber para restaurar el equilibrio de los sentimientos del pequeño Rob.

Paralelamente el hombre vive entusiasmado cuando su religión le exige obras, que aunque no carentes de esfuerzo, sí están a su alcance. Pero cuando descubre en su interior la realidad de que nada de eso le satisface y llena el vacío de su interior; cuando descubre ya sea por la conciencia o por la Escritura que Dios es mucho mayor que eso, y en cambio persiste en sus ofrendas de paz sin la certidumbre de que estás sirvan de algo, al contrario empieza a sentir que el ultimátum se acerca y que no ha alcanzado la medida divina; pasa al extremo contrario… esperar los reveses de la vida sin esperanza y tal vez, si tiene el entendimiento suficiente, incluso la muerte.

En cambio Dios está esperando que clamemos a Él, no que traigamos ofrendas de paz ni le lloremos al vacío. La única ofrenda de paz que mereció la pena en esta vida para Dios fue la que Jesús realizó en la Cruz, y nuestra prueba es que Él resucitó. Como la parábola de Jesús, Él está esperando que le pidamos, ahí nos dice que es un Dios misericordioso.

En el mismo instante que clamamos a Jesús Él viene con los brazos abiertos y no para castigarnos, como por un momento pudo pensar aquel chico de su maestro. Sino para estrecharnos entre sus brazos, sin hacer caso a las “manzanas” que por el camino cayeron y echamos a perder. Porque Jesús ya pagó por ellas, justificándonos a nosotros, que no al pecado, y haciendo nuestro su éxito, así como en la historia, salvando los matices de que aquellos es ni tan siquiera una parábola, sino sólo un cuento.

Y colorin colorado esto en cambio no es un cuento y mucho menos se ha acabado.